Gotas de lluvia que inundan la ciudad. Oxígeno que me llega a través del humo del cigarro. Manos calientes, aroma a café, labios secos. Aquella melodía que no para de sonar y siento muy lejos. Mi mirada en tus ojos dormidos. Viento que golpea el cristal, y mi perro no deja de ladrar. Velas encendidas y ese olor a vainilla. Tacto suave, páginas viejas que se rompen como susurros, esos que hielan la piel. Silencios agradables, repetitivos, confusos, afligidos. Mar de estrellas, a veces fugaces, como los amores eternos. Versos inacabados en dedos inexpresivos. Las mejillas rosadas mi color favorito, como el verde, a mi lado. Y supongo que todo esto es lo que me hace ser.

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Sólo con tres puntos suspensivos. Los de la rabia, la paciencia y la indiferencia.


¿Cuántos recuerdos caben en una hoja de papel? Yo diría que tantos como caben en la piel, en la memoria, en los labios, en la lengua. Pero yo no quiero escribir de ti como si fueses un recuerdo. No quiero que te conviertas en extraño. Convertirte en un recuerdo es el primer paso del olvido voluntario, del terrible conformismo. Yo te hablo en presente, solo en presente, aunque no te tenga. No te conjugo en pasado porque me pesa, no te conjugo en futuro porque no te tengo. Te hablo en presente, como si viera tus días, como si no sumara en el calendario seis lunas llenas sin ti. Y te amo eterno, sin tiempo, sin límite. Te amo ahora porque es lo único que tengo. Pensando en que efectivamente la eternidad es una sucesión de bienvenidas infinitas y furtivas. No eres un recuerdo, eres el instante mismo en que te pienso.