Gotas de lluvia que inundan la ciudad. Oxígeno que me llega a través del humo del cigarro. Manos calientes, aroma a café, labios secos. Aquella melodía que no para de sonar y siento muy lejos. Mi mirada en tus ojos dormidos. Viento que golpea el cristal, y mi perro no deja de ladrar. Velas encendidas y ese olor a vainilla. Tacto suave, páginas viejas que se rompen como susurros, esos que hielan la piel. Silencios agradables, repetitivos, confusos, afligidos. Mar de estrellas, a veces fugaces, como los amores eternos. Versos inacabados en dedos inexpresivos. Las mejillas rosadas mi color favorito, como el verde, a mi lado. Y supongo que todo esto es lo que me hace ser.

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¿Para qué queremos tanto tiempo si lo vivimos sin lucir una sonrisa? ¿Por qué no somos capaces de avanzar sin necesitar ser necesarios? ¿Desde cuándo somos tan débiles para dar por bueno que el rumbo elegido no es el que nosotros escogemos? Hacer lo correcto no sólo depende de uno mismo y no siempre decir la verdad nos alivia. La verdad duele, la verdad se esconde, en ocasiones, en una maleza de palabras tan espesa que es imposible tirar de ella para sacarla. ¿Merece la pena decir siempre la verdad? A veces necesitas soluciones. Respuestas. Deshacer el puzzle y volverlo a hacer, colocando bien las piezas. A veces solo necesitas una canción con estribillo alegre y una película que tenga un bonito final. A veces, con las palabras que quieres oír y una sencilla sonrisa, basta.